Los de allá arriba

Ingreso a una famosa librería de Santiago con la intención de comprarle el primer libro a mi hijo de doce meses. Me cuesta un poco ubicar la sección de párvulos hasta que, luego de mucho girar el cuello y de mirar con atención, la localizo en la pared del fondo, donde se encuentra una señora madura de espejuelos acomodando libros, empleada de la librería seguramente. Quién mejor para orientarme en la búsqueda. Hacia ella me dirijo.
-Señora, buenas tardes, ¿me puede ayudar?
Como respuesta una mirada huraña y esquiva que me borra al instante la sonrisa de la cara. Esto va a estar difícil, pienso, pero no me rindo.
-¿Sabe? Ando buscando libros apropiados para un bebé de doce meses.
La mirada, de esquiva se transforma en incrédula e irónica, y con un gesto rápido de cabeza me señala los estantes a su izquierda.
-Allí, ¿no los ve? -responde.
-Sí, sí, ya sé que están allí, pero quería saber cuál de ese montón de libros sería el más apropiado para un bebé de doce meses.
-Hay varios, búsquelos -y me da la espalda, toma una carpeta de arriba de una pila de libros, la abre y escribe algo en ella.
Me arrodillo e inicio la búsqueda, los libros están apretadísimos y al sacar uno se caen varios.
-¡Ejeeeeeem! -oigo a mis espaldas y aunque trato de ignorar la exclamación ya me estoy comenzando a enojar.
Reviso y reviso y ninguno me gusta, el libro que busco tiene que ser grande, manipulable, de tapas y hojas duras, de colores llamativos, de dibujos atrayentes, algo que le guste a mi pequeño, que le llame la atención y que le cueste destruir. Pero allí sólo veo libros chicos, de hojas blandas y pálidas, frágiles.
Al levantar la vista diviso en los estantes superiores, bien arriba, inalcanzables para mi metro sesenta de estatura, varios de los que estoy buscando. Como la empleada sigue escribiendo en la carpeta, trago saliva y me lleno de valor.
-¿Señora? -digo con la voz más suave que soy capaz de lograr.
La señora continúa escribiendo.
-¡Señora! -y la voz ya no es tan suave.
Deja de escribir, levanta la mirada de la carpeta y me la fija echando bruscamente para el lado la comisura derecha de su reseco labio. Los espejuelos que usa son de gran aumento, así que imagínate qué par de ojos tan grandes e intimidantes.
-Creo que los libros que estoy buscando están allá arriba -y los señalo con el índice-. No los puedo alcanzar, ¿cómo lo hago?
-¿Pero no ve que acá abajo hay un montón?
Trato de controlar la oleada de rabia que siento nacer con ímpetu en el ombligo.
-Sí, ya sé que hay un montón, pero de ese montón no me sirve ni uno. Yo-quiero-ver-los-libro-de- allá-arriba.
La señora, en lugar de responderme da media vuelta y se aleja. Impotente y sorprendida la sigo con la mirada. La oleada de rabia que estoy tratando de controlar está a punto de romper amarras. La señora se dirige a un joven alto, empleado de la librería también, le dice algo y me señala. El joven alto me mira con cara de pocos amigos. Me cruzo de brazos y trato de responderle con otra parecida, o peor. Por fin ambos caminan hacia mí.
-¿Qué quiere? -me pregunta el joven alto, pero es la señora la que responde.
-Quiere ver justo los libros que están allá arriba, pero yo le digo que acá abajo tiene un montón.
El joven mira los libros que yo quiero como si se tratara de la cima del Everest.
-¿No buscó acá abajo? -me pregunta el joven.
-Ya lo hice y no me sirven.
Y le explico cómo tiene que ser el libro que estoy buscando: duro, grande, atrayente, colorido, para bebé de doce meses.
Mientras le explico, la cara del joven alto se ilumina súbitamente, y cuando termino la descripción, me pide que lo espere.
Camina con paso rápido hacia otro rincón de la librería, se agacha pare recoger una caja y vuelve con ella.
-Nos acaba de llegar algo como lo que usted está buscando, mire.
Temerosa, meto las manos en la caja y reviso. Encuentro libros perfectos, preciosos, aptos para el ímpetu y los ojos de un bebé de doce meses. Me cuesta escoger entre tantos tan lindos, pero como lo que quiero es largarme pronto de allí, agarro dos y dejo el resto en la caja. Le hago una mueca a la empleada, que me mira con cara agria, le doy las gracias al joven y le pregunto:
-¿Qué harán con estos libros?
-Los colocaremos allá arriba, junto a los otros.

(Santiago, 2008)


© Carolina Meneses Columbié

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